martes, 23 de septiembre de 2008

Literatura

Tenía una bomba de relojería en una de mis estanterías desde hace casi un año y no lo sospechaba. Bueno, en realidad sí que se me antojaba que podría dar el juego que está dando. Lo compré en Madrid en octubre de 2007 en La casa del Libro. El problema del pequeño destierro al que lo he sometido durante este tiempo es que tenía otras prioridades, seguramente por la moda, por el momento emocional, por el ajetreo que he tenido, en fin, que no acababa de encontrar el momento de ponerme a leerlo. Es una novela que leídas 50 páginas me hubiera gustado escribir: fragmentada, lenta, psicológica, profundamente erótica, difícil, no para cualquiera como rezaba aquella inscripción de El lobo estepario. El autor va siempre un poco más allá de lo que se espera, de lo que sería razonable, siempre sutil, equívoco a veces. Compensa el trabajo de dedicarle tiempo a cada página. Quizás el motivo de mi asombro ha sido lo inesperado o la profundidad del tema que trata, o el lenguaje íntimo y hermosamente literario, aunque se trate de una traducción hebrea. De hecho tenía en mi fuero interno alguna que otra predisposición ante un escritor hebreo para mí desconocido y tardé mucho tiempo en elegirlo en una mañana de domingo en la que quería comprarme un libro. El autor se llama David Grossman y el libro es La memoria de la piel.

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